domingo, 16 de diciembre de 2012

Tuve un reloj

Alguna vez tuve un reloj. No era uno lujoso ni caro, simplemente mostraba la hora y colgaba de mi muñeca izquierda. Me parece que no era reloj de hombre, más bien era uno apto para un niño que busca convertirse en un adulto. Un niño corre de un lado a otro, hace tarea, juega y cuando es hora de dormir, duerme. Si debe ir a la escuela, lo llevan. Cuando se olvida de su agenda, los adultos no dudarán en recordarle y alimentarlo con una dósis extra de rutina y monotonía.
El reloj es una especie de crucifijo moderno. Verás, la agenda es un dios de la madurez que los pequeños deben aprender a adorar y glorificar. Olvidarse de sus dioses inmaduros es clave. Hasta los dioses pueden morir y ser enterrados en el patio. No es muy difícil.
El primer reloj del niño es digital, con figuras de dinosaurios, y se lo presume a los compañeros de escuela y del área de juegos. Conforme los años mueren y los minutos huyen, los números digitales se convierten en manecillas y los dinosaurios se transforman en oro y plata. Lo presumen sin abrir la boca, lo miran en cada oportunidad, como haciendo reverencia a este dios de la madurez. La diversión de una figura de plástico barata se torna en aburrimiento superficial.
Un hombre mira al reloj más seguido que a su mujer y se olvidó por completo de los dinosaurios y juguetes. Los viejos dioses yacen bajo la tierra, sin haber recibido un funeral apropiado. La agenda vive.
Yo tuve un reloj. Creo que todavía lo tengo. Lo dejé en mi casa y de hecho no tiene batería, pues es un tanto viejo. Tiene un estegosaurio sobre la pantalla digital.

No hay comentarios: