domingo, 31 de enero de 2010

Los Perros

Bebí un poco más y todo iba bien. Las risas eran seguidas por más risas. Fue hasta después de la cuarta o quinta botella, si bien recuerdo, en que comencé a escuchar sus molestos ladridos, pero lograba ignorar el ruido poniendo atención a las bromas. Más bebida fluyó por mi garganta y todo seguía en orden. Trataba de entender la razón por la que todos reían, pero me fue imposible seguir ignorando los ladridos agudos; sonaban casi como un llanto prolongado.

Fue entonces que lo vi, aproximadamente a una cuadra de la casa dónde habíamos decidido reunirnos a tomar. Un horrible perro, aparentemente con alguna infección de aquellas que contraen los perros callejeros. No cualquiera habría podido distinguirlo desde aquella distancia, pero yo si. Era negro, con menos pelo del que debería tener un perro sano. La simple imagen del perro ante mis ojos era odiosa y repugnante. Ladraba sin cesar y mis oídos ya no podían. Me sentía aturdido. Si no hacía algo al respecto, mi cabeza explotaría y mis tímpanos se romperían. Gruñí y me quejé por unos momentos, hasta que me decidí a tomar acción.

Me levanté y anuncié a mis diez amigos que iría al baño, e ingresé a la casa de inmediato, sin esperar una respuesta de parte de los demás; de hecho, no estoy seguro de que hayan contestado o al menos escuchado mis palabras, pero no le dí importancia. Al entrar, me dirigí a la cocina y abrí los diferentes cajones que pude ver. Aún podía escuchar los molestos ladridos y me dí cuenta que no sabía cómo los demás podían resistir tal sonido estruendoso. Lo primero que encontré fue un tenedor, el cuál tomé. Volví a salir del recinto y dí una vuelta hacia la derecha, tapándome los oídos con mis manos para amortiguar el sonido que los estremecía. El perro se encontraba en el mismo lugar, y me dirigí hacia él. No supe si los demás se habían percatado de que yo había vuelto o de que me alejaba del lugar. De cualquier manera, no pareció importarles.

Cada vez me acercaba más a la criatura endemoniada y me dí cuenta de que yo estaba gruñendo enojado. Al cabo de unos segundos (o minutos, pues el tiempo pasó lentamente y ya no soportaba el dolor de cabeza), llegué a dónde el perro. Lo miré desde arriba, pues era mucho más pequeño que yo, del tamaño de un perro promedio. Me agaché y lo miré sin sentir lástima por su asqueroso estado. El perro se encontraba mostrándome su lengua y moviendo la cola. MOVÍA LA COLA. La felicidad que mostraba era irritante, casi igual que el sonido que producía por su boca. Fue entonces que me agaché y, sin mostrar compasión, encajé el tenedor en su cuello. La sangre comenzó a correr de manera lenta, pero inmediatamente después de que los cuatro filos del tenedor lo hayan penetrado. Moví mi mano hacia abajo, sin soltar el tenedor, causando que se levantara la parte superior del mismo, rompiendo así tejidos en el cuello de la bestia. Ladró de una manera horrible, por lo que decidí que la tortura se prolongaría aún más y apenas comenzaba. Clavé ahora el tenedor en la parte inferior de su hocico y jale la herramienta hacia mí, hasta que se liberó. Ahora lo clavé en su estómago. La sangre aumentaba y yo la veía derramar complacido. Le clavé el tenedor en el ojo izquierdo. El órgano visual del animal parecía implotar, y me salpicaba líquido. Le arranqué los testículos cómo pude y luego comencé a despellejarlo y a beber su sangre.

El sonido había cesado por su parte, pero ahora escuché el mismo sonido que había oído anteriormente multiplicado por diez. Venía de atrás. Me volteé y vi una jauría entera acercarse a mí. Eran aproximadamente diez perros más grandes que el primero, cada uno más horrible y repugnante que el anterior. No podía darles la iniciativa, por lo que me lancé hacia ellos, tenedor en mano. Le clavé el tenedor en el cuello al de mi izquierda, para inmediatamente hacerlo en el cráneo del de mi derecha. Se acercaban a mí, poco a poco, y los aullidos eran insoportables, por lo que decidí acabar con todos ellos lo más rápido posible pero, eso sí, de una manera dolorosa. Mi tenedor se quedó clavado en la garganta del tercer perro; necesitaba hacerlo rápido, pues mi cerebro no aguantaba más, por lo que procedí a acabar con el resto con mi boca y mis manos. Uno por uno, fueron sucumbiendo.

Al final, los perros se encontraban desmembrados y sin parecidos a lo que habían sido la mañana anterior. Después de beber un poco de sangre canina, ya que tanto ejercicio me dejó exhausto, me dirigí al lugar donde se encontraban mis amigos. Me sorprendí al encontrar que ya no se encontraban en el lugar, pero no le dí importancia. Hacía frío, por lo que fui a darle una última visita a la primera víctima de la noche, para cubrirme un poco con su cuero.

Llegué a dónde se encontraba el despojo del perro y, al levantar lo que había pensado era el pellejo de un perro que yo mismo había asesinado, me sorprendí por darme cuenta de que era una camisa. Volteé a ver el cadáver y, aunque no se podía distinguir bien que había sido un cuerpo con vida hace unos minutos, si pude observar que había una oreja humana y una mano parecida a la mía, pero más pequeña.