El prisionero se dio cuenta que tenía sed. Miró hacia donde le fue posible, pero no veía rastros de agua o alguna otra sustancia que pudiera saciar su sed. De pronto, escuchó una voz.
"Mira hacia adelante y camina; hay un charco de agua," decía la voz.
El prisionero levantó la mirada e intentó distinguir alguna figura, pero no veía cosa alguna además de las paredes, el techo, sus cadenas, su cuerpo mutilado y la oscuridad.
"Confía en mi," oyó decir a la voz, "no pierdes cosa alguna con intentar."
"¿Quién eres? ¿Cómo lo sabes?" dijo el prisionero con la poca energía que pudo encontrar dentro de su ser. Sin embargo, no recibió alguna respuesta. Se arrastró hacia adelante, soportando el dolor que se extendía por toda su pierna derecha, hasta que las cadenas ya no le permitieron seguir. Se dejó caer al piso. Al alzar su cabeza ligeramente, notó un pequeño brillo no tan lejano que aparentemente venía de un líquido.
"La voz no mintió," pensó. Lo único que lo detenía de saciar su sed eran unos cuántos metros y las cadenas en sus brazos. Tiró de las cadenas, intentando romperlas, pero no podía zafarse.
"En frente de ti hay una espada," escuchó decir una vez más a aquella voz, "No podrás romper las cadenas con ella, pero puedes cortarte los brazos y ya no habrá cosa alguna que te impida seguir adelante."
Moviendo sus brazos por el piso, el prisionero encontró la espada. Pensó en sus brazos, pero también en su sed, y, tomando el arma con su mano derecha, golpeó su brazó izquierdo. El prisionero gritó y volvió a azotarlo un par de veces más, hasta que el brazo cayó al piso. Después, detuvo la espada con sus piernas y, moviendo su brazo derecho hacia atrás para tomar vuelo, lo llevó hacia la espada hasta que se quedó sin brazos. Después de esto el prisionero cayó al piso y se empapó con su propia sangre. Estaba desencadenado, más no pudo moverse ni levantarse. Al cabo de unos segundos (¿o habían sido horas?), escuchó una vez más a aquella voz desconocida.
"Sigue adelante, aún puedes llegar al agua," le decía.
"Me engañaste," clamó el prisionero. Miró hacia el frente, vio un buitre y se sorprendió al escucharlo hablar con esa misma voz que le había sugerido cortarse los brazos.
"Desde luego que no, el agua está un poco más adelante y ya no estás encadenado. ¿Dónde está el engaño?"
"¿Cómo llegaste hasta acá?"
"Iba volando sobre este lugar y decidí bajar al verte."
"¿Volando? Pero el techo..."
Al ver hacia arriba, se encontró con que no había techo sobre él y veía el cielo, la luna y otros buitres volando sobre él.
"¿Me vas a comer?" preguntó el prisionero, escupiendo sangre al mismo tiempo.
"Sólo cuando hayas muerto," respondió el buitre.
"¿Porqué no me matas de una vez?"
"No estoy aquí para matarte, sólo para comer tus restos. Son las reglas y no puedo cambiarlas."
El prisionero intentó levantarse y se arrastró un poco; el agua parecía cercana, pero sus energías no le bastaron y el prisionero se dejó caer para morir. Sintió su sangre escurrir y, con la poca energía que le quedaba, trató de tomarla con su lengua. Pero su destino estaba decidido, pues ya había caído para morir.
En sus últimos momentos, el prisionero sintió a los buitres descender sobre él, para esperar la llegada del momento.
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