La pintura era hermosa; mostraba un paisaje de fantasía, con colores que ni siquiera sabía que podían existir. Los colores le daban luz y vida. Era todo lo que uno podía desear. Al menos eso era lo que pensaba.
Después de observar la pintura durante mucho tiempo, me intoxiqué con el olor a su pintura de aceite y sangre. Fue la náusea más bella que pude haber sentido.
Al pasar más tiempo, la belleza de la náusea desapareció y se convirtió en una enfermedad. Seguí analizando la pintura y me dí cuenta que, al haber una luz de tal magnitud, las sombras serían más oscuras y con un poder aún mayor. La oscuridad debajo de su color combinaba todo lo que deseaba, pero ahora recordándome que nunca lo podría tener. Mis lágrmas parecían aumentar su luz y, por consecuente, su sombra. Sus matemáticas dicen que la luz y la obscuridad son proporcionales; esa regla no tiene excepción.
Escondí la pintura durante meses y posteriormente pensé donarla a un museo, pero ninguno merecía una belleza tan majestuosa. Sin embargo, la pintura ahora estaba en todas partes, aunque nunca salió del cuarto en que la tenía captiva.
Decidí entonces quemar la pintura, para terminar con todo y evitar que fuera exhibida entre tanta escoria. Me di cuenta que no podría hacerlo y me largué a llorar a algún lugar sin pinturas, pues no podría buscar una nueva sin darme cuenta de sus fracciones de oscuridad y llanto. Me senté y me masturbé, eyaculando sangre.
Al volver al cuarto de la pintura, me di cuenta una vez más de su hermosura y eyaculé más sangre aún. Me manché, pero la pintura siguió intacta. Siempre será la mejor de todas y sus sombras tampoco se irán. Es una diosa caída, rodeada de sangre pero sin mancha alguna.